(De los "Cuentos de humanos" de A.S.)
Había un hombre que alguna vez fue niño, como todos alguna vez. Le gustaba leer, perderse en la trama de las películas en el cine, dibujar los garabatos que vinieran a su mente en el momento, y sobre todo, escribir.
Héctor era su nombre. Trabajaba en una dependencia de gobierno. Un sujeto delgado, de cabello negro y desordenado, que con ansia esperaba el momento de tomar un descanso y salir al espacio donde se les permitía fumar. Ahí encendía un cigarrillo y se perdía en recuerdos de otros tiempos: la adolescencia, y la niñez. Esas dichosas “primeras veces”. El primer beso, primer amor, la primera vez que fue a la cama con alguien.
Y mientras fumaba, unos ojos lo miraban, sin darse cuenta él.
Ese día no era distinto a otros. Repetitivo. Sus labores las hacía con un control y rutina establecidos, al más puro estilo de los obsesivos. Cuando le traían papeles, algun expediente o trámite en espera, no le gustaba que se convirtieran en una pila en su escritorio. Héctor sabía, según su aprendizaje, que su desempeño debía ser ejemplo de su conocimiento y disciplina. No por hacer de su empleo o su salario la definición de sí mismo, sino por ser fiel a lo que era, ahí y en todas partes.
- No fuiste. Otra vez – le dijo uno de sus compañeros
- ¿Mmmh? – murmuró Héctor, levantando la vista de su escritorio.
Ese día estaba algo desanimado. Le había costado trabajo dormir la noche anterior. Y tenía la esperanza de que no fueran a recordarle sobre la fiesta a la que no había querido ir. No se sentía a gusto entre mucha gente. No confiaba en ellos, y es que luego de tres décadas de amigos que se fueron y novias que se sirvieron con cuchara grande (o cucharón de sopa, solía bromear Héctor) en cuanto a dinero y regalos, no existía el mismo ánimo de convivir con nadie, salvo con aquellos que aún con el paso de los años seguían ahí.
- Me sentí mal – mintió Héctor, sin dejar de leer los documentos en sus manos – Y los busqué antes de que se fueran, pero ya no los encontré.
- No seas mentiroso – replicó su compañero – Fuimos por el coche. Regresamos. Hasta subimos de nuevo a la oficina a ver si te encontrábamos, y ya habías hecho tu rutina de ninja de desaparecer.
El reproche escondido en la broma estaba fuera de lugar. Héctor dejó salir una breve risa, y siguió con sus labores. En realidad, le veían como un solitario, un desconfiado, el ejemplo de lo que es la amargura en un adulto joven. Sin embargo, sabían que era educado y respetuoso, y le devolvían la misma cortesía. No tenían problema en que se sentara con ellos en el comedor a la una de la tarde, sabiendo que seguiría su rutina de comer rápido sin decir palabra, sonreír con las ocurrencias y relatos de los otros que estaban a la mesa, y finalmente marcharse como cada día. Al mismo rincón de las instalaciones. A fumar, como siempre, sus cigarrillos.
Y ese día, esos mismos ojos atentos le miraron otra vez. Igual que antes, solo que ésta vez, Héctor lo sintió. Ese cosquilleo inconfundible de cuando alguien clava la mirada en uno. Esa sensación que ya había sentido en el baño de la oficina cuando era el único que había llegado, y en otro día mientras revisaba avisos de ocasión buscando una casa en venta que pudiera interesarle.
Pero, como en esas otras ocasiones, no había nadie. Se encontraba en el segundo nivel del estacionamiento subterráneo, área designada para fumadores. Eran pocos los que iban, y a la hora en que solía ir Héctor, se encontraba desierto (otros disfrutaban sin prisa su comida, al contrario de él)
- ¿Cómo estás, papá? – dijo Héctor a su célular, luego de marcar rápidamente el primer número en su lista de llamadas perdidas.
- ¡Hey! ¿Qué pasó, Héctor? – contestó su padre del otro lado
- ¿Cómo has estado? – repitió
- Bien, bien – contestó el hombre, dando por entendido que estaba mintiendo, repitiendo la misma respuesta dos veces en un tono poco convincente
- ¿Te has estado tomando tus medicamentos?
- ¿Cómo?
La televisión en el cuarto de su padre tenía el volumen muy alto. Héctor tenía que alzar la voz a veces para que pudiera oírle. En ese momento se escuchaba en el noticiero algo que alcanzó a distinguir como una disputa por un tema de actualidad, en la capital. Se escuchaba a alguien decir: “Tenemos que ser pacientes, debido a que la intolerancia de un tipo nos puede arrastrar como nación y como pueblo entero.”
- Que si has estado tomando tu medicina, papá.
- Ah, sí – respondió – Solo que ando algo ronco. Me dicen que para mejorarme guarde reposo, pero no dejo de hablarle a la gente.
- Pues ojalá que te mejores pronto – le dijo Héctor, subiendo un poco la voz, para que lo escuchara.
Se despidieron finalmente. Ya oscurecía, y en unos minutos Héctor saldría de la oficina. Mientras él seguía con sus actividades, su padre se reclinó en su sillón favorito. Examinó cada una de las decoraciones del árbol de Navidad que había armado con ayuda de Rubí.
Rubí era su sobrina, hija de su difunto hermano mayor. Prima de Héctor. El viejo estaba agradecido de que, aún siendo joven y teniendo una vida social, amigos, pretendientes, y todo lo que alguien de su edad quiere disfrutar al máximo, destinara parte de su tiempo a visitarlo y cuidar de él en sus ratos libres.
El padre de Héctor fue observando con fascinación las luces del árbol, los colores, los destellos, concentrándose en eso para olvidar la noche fría afuera de su casa, que tanto lo solía inquietar en esos días.
Y entonces lo vio.
A través de la ventana, la imagen de alguien que lo observaba. Un niño. O al menos, por su complexión extremadamente delgada y corta estatura, lo que parecía ser un niño. No lo sabía con seguridad, pues una máscara le cubría el rostro. El viejo sintió una opresión en el corazón al darse cuenta que, afuera de la ventana como estaba, quien lo observaba flotaba en el aire.
El cuerpo delgado del ser se mecía de pronto con el viento, como si fuera un muñeco hecho de material ligero, y no un ser que a todas luces estaba vivo, se movía, y observaba. “Cálmate”, se ordenó a sí mismo el padre de Héctor, mientras daba lentos pasos hacia atrás. Al hacerlo, pudo ver la vestimenta y máscara del niño: eran ropas parecidas a las del comodín en el póker, las ropas de un arlequín…
El Niño Bufón se le acababa de mostrar al viejo. Con esa ropa característica, pero vieja y gris, y la sólida máscara blanca cubriendo su rostro. Un diseño simple de dos hoyos para los ojos, y un hoyo para la boca. Pero ni ojos ni boca se podían distinguir a través de ellos, a pesar de ser hoyos de aceptable tamaño. El Bufón inclinó hacia un lado la cabeza, mirando fijamente a la ventana aún, como queriendo denotar extrañeza o duda.
“Yo ya quiero ser grande, no quiero ya estar niño”, esas palabras resonaron en la mente del viejo. Recordó que es lo que Héctor le dijo una vez cuando tenía escasos cuatro años. Fue en casa de su abuela. Entonces era un niño alegre, cantaba y leía, y dibujaba –incluso sobre las paredes, para el disgusto de sus abuelos-. Luego corría dando gritos y sonoras risas junto a sus primos de la misma edad, se tropezaban, y tomaban cosas para lanzarse entre sí, hasta los huevos del refrigerador.
Y fue por medio de ese recuerdo, que el viejo notó algo: ese monigote que flotaba en el aire y no dejaba de verlo con la fría noche y el viento como tétrico fondo, con ese cuerpecillo flaco y enclenque, se parecía sin duda al de su propio hijo de pequeño. “Oh Dios.. Rubí, no llegues, hija”, murmuró el viejo. Y al notar que la figura no se decidía a hacer algo, le gritó con voz irritada y quebradiza a su vez por el miedo, exigiendole saber qué hacía ahí, y qué quería.
“Hay alguien que ya tiene que irse”, pareció decirle el Niño Bufón, tan solo con su lenguaje corporal. Inclinó el cuerpo hacia delante y encogió los hombros, sin quitar la vista del padre de Héctor. Era la misma pose que algunos médicos, por empatía, usaban al momento de dar a los familiares de su paciente alguna mala noticia. El viejo lo sabía. Él era –o había sido alguna vez- médico también. Y gracias a su conocimiento, supo que debía tranquilizarse un poco, o ese molesto mal cardiaco detectado varios años atrás podía decidirse a cobrar factura en ese momento.
En eso pensaba mientras se tocaba el pecho, y en un instante en que desvió la mirada, pensó en acercarse más a la ventana y repetir su exigencia de una respuesta clara. Así era el viejo: cuanto más asustado, más enojado se veía. Con determinación apretó los labios y volvió a asombarse a través de la ventana…
Se había ido.
Para asegurarse, hizo un mayor esfuerzo para ver a la lejanía. Prestó atención a cada detalle, desde autos estacionados hasta azoteas, por si llegaba a estar escondido en esos lugares. Luego se sintió un tonto, preguntándose qué necesidad tendría una aparición, o un fantasma, o lo que fuera, de ayudarse de algo para ocultarse.
Se escucharon golpes en la puerta de entrada de la casa. El viejo reconoció en ellos la forma de su hijo de llamar a la puerta. Cuando le abrió, hizo lo de siempre: querer únicamente darle la mano, a lo que Héctor respondía con un abrazo. Por un momento pensó en contarle lo sucedido hacía unos momentos, pero se detuvo. ¿Él, un médico, un hombre de pensamiento lógico, diciendo que vio alguna cosa tan absurda como una aparición?
- Compré hamburguesas – le dijo Héctor, sacándolo de sus pensamientos, mostrándole la bolsa de plástico que traía en la mano – Vamos a cenar.
- Sí, hijo. Gracias – contestó.
Pusieron la comida sobre la mesa del recibidor, y acercaron los sillones. Nunca habían sido afectos a la costumbre de sentarse a la mesa, pláticas familiares, y otras rutinas. Era de las pocas rutinas a las que Héctor, su obsesivo hijo, nunca se había adaptado.
- ¿Te acuerdas cuando tu abuela te preparaba hamburguesas? – preguntó el viejo, luego de un breve silencio en el que solo masticaban sin decir palabra.
- Sí. Ah, vaya que comía como un animal, yo.
Ambos rieron. Héctor sirvió más refresco a los vasos de ambos.
- Tu abuela te quería mucho. Eras su consentido – dijo el viejo.
- Yo la quería también.
- Le habría dado gusto verte ya hecho un hombre. Querría haberte visto tener tu patrimonio, tener tu familia…
- Ajá – contestó Héctor, adelantándose a lo que sabía que venía – Pero ya te lo dije antes: pon tu esperanza de tener nietos en mis hermanos. Yo no soy para eso.
No hacía falta que lo dijera. Algo se le había ido a Héctor de su ser para no volver. En ocasiones él mismo decía ser un androide. Su padre intentaba animarlo, verlo perseguir la felicidad y, ¿por qué no? Alcanzarla. De ser posible, alcanzarla antes de que el viejo no estuviera ya ahí para verlo.
- En ésta época – continuó el padre de Héctor – tu abuela decoraba la casa con adornos navideños. Piñas, lazos rojos…
El hombre dejó de hablar de pronto. Se quedó mirando al vacío.
- ¿Papá? – preguntó Héctor
“Yo soy el Bufón” – escuchó a una voz decir. En realidad, Héctor solo pudo percibir el viento helado colándose por una ventana que accidentalmente había quedado abierta. Se levantó a cerrarla.
El viejo cambió de posición, como uno hace al querer escuchar más atentamente. Entonces volvió a oírle, tenue como los pasos de un insecto sobre el vidrio. “Soy el Bufón” – susurró – “Soy la esencia de la infancia misma, que se marchita como las plantas en el invierno. Soy la cara de la burla de la vida, que hace que todos los que no quisieran irse, sean arrebatados de su único lugar seguro. Soy el ícono de aquello que todos desearían volver a ser, y el tiempo al que todos amarían volver”.
Cuando volvió en sí, Héctor lo miraba fijamente. Quiso bromear al respecto, diciendo que había tenido un momento senil. Así habría querido el viejo que fuera, solo un efecto en su cerebro producto de su edad, y no esa imagen, tan real, que ahora aparecía de pie, al fondo de la sala, en la oscuridad de la cocina sin luz. El mismo cuerpo de espantajo, flaco y larguirucho, la máscara blanca con ese diseño simple que emulaba una boba expresión de ausente.
- Ya me tengo que ir, papá – dijo Héctor, poniéndole la mano al hombro - ¿Rubí viene mañana, verdad?
- Sí, hijo – le respondió, poniendo la mano sobre el brazo de Héctor – Mañana llega a las 9.
- Vengo a verte el fin de semana entonces. Llámame si necesitas algo.
- ¿No te quedas? – le preguntó – Ya es tarde.
- Tengo algunas cosas que hacer. No puedo. Pero me quedo el viernes o el sábado. Ya sabes: para cualquier cosa que se necesite, háblame.
- Bueno… - dijo el viejo, retirando su mano del brazo de su hijo – Yo te llamo entonces. Gracias por venir. Cuídate.
Después de despedirse en la puerta de la casa, Héctor subió a su auto y se alejó. En realidad no tenía urgencia de irse en ese momento, pero cada vez era más evidente que entre su padre y él ocurría la misma conversación, las preguntas eran por la misma gente, y los recuerdos evocados eran a su vez los mismos. Y tal vez una rutina más a su larga lista de rituales de conducta era algo que no deseaba admitir en su vida.
De todos modos, no habría necesidad de hacerlo. El viejo se enteraría de ello en la mañana. Usualmente, los padres esperan que sus hijos les sepulten, les superen, y les sobrevivan. En éste caso en particular, no fue así. Un instante, un sobresalto, y las rutinas de Héctor habían concluído en definitiva. Cuando las patrullas y ambulancias llegaron al sitio de la terrible colisión que ya aparecía en los noticieros, uno de los oficiales presentes habría jurado escuchar una especie de voz en el viento que corría esa noche.
Hay, en efecto, alguien que entre sombras y recuerdos merodea. El Bufón. Un niño que flota entre un tintineo de cascabeles. Y cuando ése bufón actúa, lo seguro es que no se verá a la gente riendo.