Hace poco tuve una plática con alguien sobre cómo se manejan los incidentes dolorosos cuando le ocurren tanto a los demás como a uno mismo. Hablábamos de cómo la inevitabilidad de las cosas que ocurren en el curso natural de la vida sumado a la completa incertidumbre en que estamos sumergidos día a día puede crear a dos extremos: el que empatiza de más, o bien el ya insensibilizado. Y claro, de pronto ahí surge uno que otro que sí sabe equilibrar las cosas como son.
Me preguntó esta persona con la que hablaba cuál era el recuerdo más feo que tenía donde se tratara de alguien desconocido por completo que me hubiera causado pesar, y que tal vez se quedó conmigo por mucho tiempo. No tardé mucho en responderle que hay uno que hasta la fecha lo recuerdo de forma tan clara como si hubiera sucedido apenas ayer. Mientras que otros recuerdos de la propia vida de uno a veces van nublándose y cuando te vienen a la mente ya no tienen esa nitidez, hay otros que de plano se imprimen.
Este recuerdo del que hablo es de un incidente que ocurrió cuando estaba muy chico, apenas en la adolescencia (esos tiempos añorados). Iba a clases usando el transporte público, tenía que tomar dos camiones para llegar. Ese día era muy temprano; como 20 minutos para las 7 am. Acababa de tomar el primer camión apenas. De esas veces en que ves como un milagro (y un alivio a la vez) que no se llenara tanto, quizá porque otra unidad había pasado antes con un minuto de diferencia, o quién sabe. Pude conseguir un asiento y, como suelo preferir, fue el de la ventana.
No teníamos ni 10 minutos de avanzar cuando llegamos a un cruce donde había antes un monumento de cierta figura pública, una estatua, a contraesquina de una gasolinera. Cuando estábamos acercándonos a la altura de la estatua metálica de expresión perturbadora, empecé a notar algo de conmoción en la gente que iba en el camión y se empezaron a asomar por las ventanas. Esto me sacó de la que era mi costumbre cada que iba en el camión o en el metro: perderme en mis propios pensamientos. Y me sacaron de golpe de ellos, porque unos decían tal o cual expresión de asombro ya fuera maldiciendo o con expresiones religiosas. "Un accidente" - decían - "Atropellaron a alguien".
Cuando estábamos ya justo ahí, el camión se detuvo unos instantes, tanto para subir gente como también por el tráfico. El cuadro era triste y horrendo a la vez. Había un montón de gente y un camión ya vacío algo más adelante, aquel que había atropellado a la víctima. Los pasajeros se habrían bajado y mezclado con los demás curiosos que se acercaron. En la calle y subiendo a la banqueta, un rastro de sangre que llegaba hasta la persona ya sin vida: una chica muy joven en uniforme escolar, tendida ahí a lo largo. Y junto a ella y sujetándola, el padre. "¡Hija, hija!" gritaba el pobre hombre alargando la palabra hasta que su voz se convertía en un chillido. El rostro se le desfiguraba casi por lo rojo que estaba y la forma en que abría la boca a mas no poder e incluso soltaba saliva. Volvía a gritar enmedio del llanto y a veces el grito se oía como si hiciera gárgaras, de una forma que me dio tremenda pena y escalofríos.
El camión avanzó y dejamos atrás la escena. Fui a clases y ya después no supe mas del asunto. No busqué en las noticias ni nada, pero la escena se quedó conmigo hasta el presente. Otros tristes recuerdos me afectaron en aquellos tiempos, como un amigo que murió y el accidente de una chica que me gustaba. Pero este caso tenía la particularidad de que me hizo empatizar con un desconocido y su dolor, magnificado hasta el punto del infinito. No le conocía a él ni a su hija. No podiá saber cómo era el papá como persona, o cómo fue ella durante su corta vida. Solo que sentí su dolor tal cual, como si fuera propio. Empatizando con el dolor que era el conductor de semejante shock. Y así estuve por un tiempo, con esa penosa imagen en la mente, reflexionando sobre ese incidente que se añadió al archivo de otros, y sobre el azar mismo que nos gobierna y nos impide tener la certeza de las cosas que tanto desearíamos. Una más de las cosas que reafirma algo que hasta la fecha sigo diciendo: qué injusta es la existencia, con su cláusula de vejez y muerte obligatorias, pero no solo eso, sino la imposición de una incertidumbre que nos gobierna. Cláusulas que no se nos permite cuestionar y mucho menos saber el porqué de ellas.